El Reino de Persia: un imperio que moldeó la historia
La fotografía de Donald Macbeth en 1923 nos transporta a la grandeza del Reino de Persia. Un imperio que unió culturas, levantó Persépolis como símbolo de poder y dejó un legado político, artístico y espiritual que aún inspira a Oriente y Occidente.
Regia Ferani
1/8/20254 min read


En 1923, el fotógrafo Donald Macbeth captó la solemne Galería Asiria del Museo Británico, un espacio cargado de relieves y esculturas traídas de antiguas capitales mesopotámicas. Esa fotografía, más allá de su belleza documental, nos invita a mirar hacia atrás, mucho más atrás, a la tierra de Persia, donde floreció uno de los imperios más vastos y fascinantes de la Antigüedad. Observar aquella sala es abrir una ventana a la grandeza de Oriente y a la herencia cultural que, desde hace más de dos milenios, sigue proyectándose sobre nuestro presente.
El Imperio Persa, en su forma más reconocible, nació bajo los aqueménidas en el siglo VI a. C., con la figura de Ciro II, el Grande. A diferencia de muchos conquistadores que arrasaban lo que encontraban a su paso, Ciro cimentó su poder sobre una visión distinta: la integración. Conquistó Babilonia, Lidia y Media, pero respetó las costumbres locales, las religiones y las estructuras sociales de los pueblos dominados. Bajo su reinado se plasmó una de las primeras declaraciones de derechos en la historia: el famoso cilindro de Ciro, que proclamaba libertad de culto y el respeto a la diversidad. Este espíritu integrador fue uno de los pilares que permitió al Imperio extenderse desde el Indo hasta el Mediterráneo, creando una red inmensa donde convivían lenguas, culturas y creencias.
Tras Ciro, su hijo Cambises II llevó la expansión hacia Egipto, y luego llegó Darío I, considerado el gran organizador del imperio. Con él, Persia alcanzó su máxima extensión, abarcando tres continentes. Su genio no estuvo solo en la conquista, sino en la administración. Dividió el imperio en satrapías, provincias gobernadas por sátrapas que respondían directamente al rey. Estableció un sistema fiscal, impulsó una red de caminos —como la célebre Ruta Real— que permitía comunicar Susa con Sardes en pocos días gracias al relevo de correos montados a caballo. Esa organización administrativa fue tan avanzada que inspiró modelos de gobierno durante siglos posteriores.
Los persas entendieron que un imperio no se sostenía únicamente con ejércitos, sino también con símbolos. De ahí surgieron ciudades monumentales como Persépolis, concebida no solo como capital, sino como escenario ceremonial. Sus escalinatas adornadas con relieves que muestran delegaciones de distintos pueblos llevando tributo al rey, hablan de un mundo jerárquico, ordenado, donde la diversidad se integraba bajo la figura del “Rey de Reyes”. Persépolis era la encarnación arquitectónica de la idea de unidad en la multiplicidad.
La religión también fue un elemento clave. El zoroastrismo, atribuido al profeta Zaratustra, impregnó la visión del mundo persa. Su concepción dualista —la lucha entre la luz y la oscuridad, entre Ahura Mazda y Angra Mainyu— marcó profundamente no solo la espiritualidad persa, sino también influyó en religiones posteriores como el judaísmo, el cristianismo y el islam. De Persia heredamos, en parte, la idea del juicio final, del cielo y el infierno, del combate entre el bien y el mal como fuerzas cósmicas que trascienden lo humano.
No obstante, la grandeza persa también se enfrentó a límites. Durante el reinado de Darío y su sucesor Jerjes, las guerras médicas contra Grecia pusieron en evidencia las tensiones de un imperio que aspiraba a dominar Occidente. Aunque Persia controlaba vastos territorios, encontró en las polis griegas una resistencia inesperada. La derrota en Maratón, el heroísmo de las Termópilas y la victoria ateniense en Salamina no solo frenaron la expansión persa hacia Europa, sino que marcaron el inicio de una larga rivalidad cultural entre Oriente y Occidente.
Finalmente, en el siglo IV a. C., Alejandro Magno emprendió su fulgurante campaña contra Persia. La derrota de Darío III y la quema de Persépolis en 330 a. C. simbolizaron el fin del imperio aqueménida, pero no el final de la identidad persa. Alejandro adoptó costumbres persas, se casó con princesas aqueménidas y mantuvo a sátrapas locales en su administración. Grecia y Persia no se aniquilaron mutuamente: se fusionaron. El helenismo fue, en muchos sentidos, una herencia persa enriquecida por la cultura griega.
Pero Persia no terminó ahí. Durante siglos, nuevos imperios persas —los partos primero, los sasánidas después— mantuvieron viva la tradición de un reino que seguía siendo puente entre Oriente y Occidente. Los sasánidas, en particular, fueron los grandes rivales de Roma y Bizancio, disputándoles no solo territorios, sino también la supremacía cultural. Su arte, su refinamiento cortesano y su legado en la administración influyeron directamente en el mundo islámico que los sucedió tras la conquista árabe en el siglo VII.
Así, hablar de Persia no es hablar de un imperio extinguido, sino de una herencia continua. En su política encontramos los primeros experimentos de tolerancia y centralización administrativa; en su religión, los fundamentos de ideas universales sobre el bien y el mal; en su arte y arquitectura, un lenguaje de poder que todavía fascina. Incluso en la Edad Media, poetas como Ferdousí en su “Shahnameh” recordaban las glorias persas como parte esencial de la identidad iraní.
La fotografía de Macbeth, tomada en una galería del Museo Británico en 1923, nos recuerda que la memoria persa no solo se guarda en ruinas y textos antiguos, sino también en la manera en que Occidente ha contemplado y reinterpretado ese legado. Aquellos muros cargados de relieves asirios, inmortalizados en blanco y negro, dialogan con nuestra curiosidad contemporánea: ¿qué significó Persia para el mundo? ¿Qué parte de ese espíritu aún late en nosotros?
El Reino de Persia fue más que un imperio. Fue un laboratorio político, cultural y espiritual que dejó huellas imborrables en la historia universal. Y cada vez que una fotografía, una escultura o un fragmento de piedra nos lo recuerda, no hacemos otra cosa que confirmar que, aunque los imperios caigan, sus ideas perduran.
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